Después del evento de Valencia, la velocidad de mi
percepción se tomó una nave espacial. Entraba todo a la velocidad del rayo.
Para manejar aquel rayo, en el que el pensamiento era bien abstracto, hacía
falta conducirlo en tierra. Poco a poco, fui dándome cuenta, admitiendo, que me
faltaban circuitos, o mejor aún, que estaban estancados, anegados. ¡Me faltaban
circuitos y me sobraban programas!
Y vino lo inevitable: bajada de la estratosfera, o de la
montaña. Podía verlo de las dos formas. De todas formas, no lo veía como ninguna
caída estrepitosa. Sino como la de un gato, que cae siempre de pie. Una caída
que no era una realmente un descenso. Por eso, prefiero verlo como regresar de
una cumbre al llano. Era el otro pié, para equiparar el paso del pie del rayo.
Comencé a darme cuenta que los circuitos se abren con
paciencia. Es un trabajo parecido al de la huerta, o a un jardín. Digo
paciencia, y me aparece un sabor a abuelos, y un observador que traigo desde la
adolescencia. Comprendo que lo que no me gustó nunca, era aquella paciencia
obediente, una paciencia plagada de conformismos y resignaciones. Por supuesto,
ante la paciencia que iba a misa, yo oponía los tanques del escándalo que
causaba la rebeldía.
No es aquella paciencia resignada, programada, estigmatizada
de las antiguas iglesias humanas. Ni una rebeldía contestaria. Es una paciencia
viva, que cada vez es más grande, como una planta. Tal cual.
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